Pequeño Holandés

"Sólo los tres refugiados en el mismo momento y que sin darme cuenta guardé en el centro de mis memorias. Once años y en cada uno preparándome para este día de Pascua. Larga vida a la imparable y mensurable niñez que cada uno guarda dentro de sí."


Enschede, Holanda 1793

Llevaba horas despierto aguardando el primer rayo de sol que permiara mi ventana y diera el vamos para salir raudo al lugar de mi misión. Pero como cada año el cielo se tinta igual, suponía que la neblina y la garua inundarían el aire impidiendo la libertad que año a año espero ansioso. De pronto escuché a mi mamá hurguetear entre las ollas y sartenes colgadas sobre el fogón, me levanté presuroso con los zapatos a medio poner, bajé las escaleras sólo por adrenalina sin importar si despertaba a alguien, porque todos ya estaban en vigilia cumpliendo sus labores. Mientras mi madre preparaba el desayuno me cubrí con la capa, tomé el tiesto y abrí el cerrojo frío y ennegrecido por el clima neerlandés, en eso la voz de mi madre me detuvo, jaló mi espalda y me ordenó esperar unos minutos más para que le acompañara a alimentar a los animales. Salimos en un segundo, yo iba más rápido, prácticamente corriendo y antes que mi madre me detuviera volé entre medio del césped y el huerto rociado por el hielo de la noche, en el camino saludé a mi papá que ágil llegaba cargando leños en su espalda y otro poco arrastrándolo en el trineo.

Di la vuelta bajo el naranjo para entrar al lugar donde estaba el oro de mi dicha, el sitio en el cual entro inmensamente feliz una sola vez al año, con 11 abriles me enfrentaba al reino de las plumas pérdidas, a la guarida de seres feroces y feos, y a su cueva conocida como “g-a-l-l-i-n-e-r-o.” Antes de entrar me preparé armándome de valor y protegiendo mi cabeza ante sus atentados. Recogí una varilla del suelo y sujeté el canasto con ramas de avena para impedir que el oro se perdiera a causa del descuido. Fue entonces cuando comencé a agitar la vara para que las gallinas huyeran al final de la jaula y pudiera recolectar los huevos que necesitaba. Al ganar la batalla corrí nuevamente con el cesto sobre la cabeza para impedir cualquier intento de robo por; zorros, aves y todo enemigo de la felicidad infantil.

Entré a la cocina y sin medir del espacio corrí sobre el mesón donde estaba mi madre desojando cebollas al lado de sus canastos repletos de hojas y pétalos del jardín. Sigilosamente llené un pocillo con agua fresca y me subí al mesón para esperar la maestría de mi madre. Paso a paso con sumo cuidado, batí un huevo de arriba abajo sin romper el cascarón, quebré los dos polos del huevo con una astilla afilada, haciendo pequeños agujeros como fue la instrucción. Soplaba tan fuerte hasta quedar sin aire para vaciar el contenido y despojarlo de toda pestilente mezcla de clara y yema. Con mi dedo tembloroso mojaba las flores y hojas sobre el cascarón y pacientemente las ubicaba creativo para luego cubrirlas con las hojas de cebolla. Mi madre me ayudó a envolver el huevo con el hilo dando mil vueltas alrededor. Finalmente la olla hirviendo con cáscaras de cebollas moradas y rojizas recibía cuidadosamente los huevos que le pasaba a mi mamá para que los dejara dentro. Los eternos 15 minutos más largos de la historia no me vieron nada más que moliendo semillas de girasol para exprimir su aceite. Jamás olvidaré como poco a poco retiraba las capas del huevo descubriendo las nobles impresiones y mágicos patrones surgentes en nuestro arte. Naturalmente teñimos los huevos de pascua siguiendo el descubrimiento de mi madre y celebrar esta fecha especial.

En pleno atardecer, nos sentamos los tres bajo el gran abeto, cada uno pulía huevos con el aceite fresco y brillante y hacer que nuestras creaciones resplandecieran con el frágil sol que luchaba hoy. Acomodamos los huevos de pascua en el canastillo y con gran sorpresa mi padre repartía una barra de chocolate amargo y sobre el cual mi madre esparcía dulce miel para mejorar su sabor. Sólo los tres refugiados en el mismo momento y que sin darme cuenta guardé en el centro de mis memorias. Larga vida a la eterna y mensurable niñez que cada uno guarda dentro de sí.


|| Sin duda estos son algunos de los recuerdos que me acompañarán siempre.

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