Pequeño Holandés
"Sólo los tres refugiados en el mismo momento y que sin darme cuenta guardé en el centro de mis memorias. Once años y en cada uno preparándome para este día de Pascua. Larga vida a la imparable y mensurable niñez que cada uno guarda dentro de sí."
Enschede, Holanda 1793

Di la vuelta bajo el naranjo para
entrar al lugar donde estaba el oro de mi dicha, el sitio en el cual entro
inmensamente feliz una sola vez al año, con 11 abriles me enfrentaba al reino de
las plumas pérdidas, a la guarida de seres feroces y feos, y a su cueva
conocida como “g-a-l-l-i-n-e-r-o.” Antes de entrar me preparé armándome de
valor y protegiendo mi cabeza ante sus atentados. Recogí una varilla del suelo
y sujeté el canasto con ramas de avena para impedir que el oro se
perdiera a causa del descuido. Fue entonces cuando comencé a agitar la vara
para que las gallinas huyeran al final de la jaula y pudiera recolectar los
huevos que necesitaba. Al ganar la batalla corrí nuevamente con el cesto sobre
la cabeza para impedir cualquier intento de robo por; zorros, aves y todo
enemigo de la felicidad infantil.
Entré a la cocina y sin medir del espacio corrí sobre el mesón donde estaba mi madre desojando cebollas al
lado de sus canastos repletos de hojas y pétalos del jardín. Sigilosamente
llené un pocillo con agua fresca y me subí al mesón para esperar la maestría de
mi madre. Paso a paso con sumo cuidado, batí un huevo de arriba abajo sin
romper el cascarón, quebré los dos polos del huevo con una astilla afilada, haciendo
pequeños agujeros como fue la instrucción. Soplaba tan fuerte hasta quedar sin
aire para vaciar el contenido y despojarlo de toda pestilente mezcla de clara y
yema. Con mi dedo tembloroso mojaba las flores y hojas sobre el cascarón y pacientemente
las ubicaba creativo para luego cubrirlas con las hojas de cebolla.
Mi madre me ayudó a envolver el huevo con el hilo dando mil vueltas alrededor.
Finalmente la olla hirviendo con cáscaras de cebollas moradas y rojizas recibía
cuidadosamente los huevos que le pasaba a mi mamá para que los dejara dentro.
Los eternos 15 minutos más largos de la historia no me vieron nada más que moliendo semillas de girasol para exprimir su aceite. Jamás olvidaré como poco a
poco retiraba las capas del huevo descubriendo las nobles impresiones y mágicos
patrones surgentes en nuestro arte. Naturalmente teñimos los huevos de pascua siguiendo
el descubrimiento de mi madre y celebrar esta fecha especial.
En pleno atardecer, nos sentamos
los tres bajo el gran abeto, cada uno pulía huevos con el aceite fresco y
brillante y hacer que nuestras creaciones resplandecieran con el frágil sol que
luchaba hoy. Acomodamos los huevos de pascua en el canastillo y con gran
sorpresa mi padre repartía una barra de chocolate amargo y sobre el cual mi
madre esparcía dulce miel para mejorar su sabor. Sólo los tres refugiados en el
mismo momento y que sin darme cuenta guardé en el centro de mis memorias. Larga
vida a la eterna y mensurable niñez que cada uno guarda dentro de sí.
|| Sin duda estos son algunos de los
recuerdos que me acompañarán siempre.
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