"EL CIERVO"
"Procuró el principado de una complacencia profunda y apacible, defendía la nobleza de un alto propósito al cual estaba acostumbrado, pero sus cornamentas no sabían luchar, porque sólo podían reanudar lo interrumpido, sanar lo herido y amar todo lo que sus ojos veían."
Sabía que en cualquier momento el crujir de
sus pies se intensificaría con el quebrar silente de la tierra agónica bajo su
ira. Alcanzaría a su paso turbado y destruiría los rieles del apacible
territorio al cual llamaba suyo. Pudo haber señalado mil rutas como las ínfimas
grietas que recubrían la terminación de su vasto, pero no iba a huir cuando lo
inevitable ya estaba siendo. Como cazador sin experticia sólo se enfureció en cólera
y descontrol de su propia ceguera. El extranjero de objeto lóbrego no tenía
derecho; ni a hablar, entrar o siquiera conocer la magnificencia que ante sus
ojos se hallaban. Con la ballesta a la altura de su lenguado, las puntas
crueles y siniestras se disponían a perseguirlo con una sola intención. Sí
venía ante él, sólo podría verle con el odio que emanaba de cada latido sordo
ante el cual todas las criaturas del bosque huían por temor y repudio. No eran
tiempos para osar desafiar a la nobleza en su esculpido natural. Se atrevió a
acercarse sin celo alguno, sabía a qué venía y no se lo iba a permitir, quebró
un asta en un costado para retrasar su latente falencia, si ha de herirle no
iba a ser aquí, tomó la frustración de sus ojos y lo arrastró hasta donde nada
podría ser destruido, para que volvería a crecer de forma natural.
Giró y giró en su lomo con un millar de piedras y rasgadas espinas por zarzas bajo su quijada, caída abajo y sin retorno a través de la quebrada, sabía muy bien que hiciera lo que hiciese, el final sólo sería uno. Llegó al ronquido de un árbol que recibía el golpe de un cérvido a alta velocidad. Se arrastró con una cornamenta quebrada, una plumilla mortal sobre su corazón y el escaso ego viviente. Intentó correr de los lanzamientos saltando entre arbustos, ramas y arboledas del suelo, pero de un brinco a un risco, la ballesta había soltado al tiro vencedor. Una fría y ágil punta entraba sangrante a través de su costado. No sabía lo que pasaba, ni porqué tampoco sucedía. Lo único que veía a ras de suelo era el manto blanco al final del sendero, detrás del ramaje musgo y cristalizado, la luminosidad y confusión de la ventisca eran los gritos de refugio. No sé cómo sucedió, ni por qué el bosque recibió a quién no se esperaba, pero el cazador tras la ballesta seguía disparando a un cuerpo agónico y turbio que entregaba sus alientos a la fuerza de cada impulso para llegar al dintel que separaba el reino de la pradera. Hay cosas inevitables, vociferaciones que no deberían ser pronunciadas, ni oídos de ciervo escuchar. Ya no oía otra cosa que el rugido del viento quebrándose en hielo a mil kilómetros por hora sobre su cuerpo. Todo estaba tan quieto y frío que no percibió el cambio de temperatura del césped húmedo a la tierra nevada. Ya no hay más que hacer, díganle al cazador, que quebró el asta, destrozó el memorial de su fuerza y en cicatrices perduró a quién no le esperaba. El ciervo ha caído y en silencio continúo derramando su inocencia bajo su sombra. ¡Que el manto proteja al ciervo! Que la nieve le conserve tibio, ya no lloren más por él, porque ya de muerte han cubierto su alma.
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