Vienés.
"Estábamos en mi territorio, cubiertos por el algodón y los grises garzos del edredón, junto a ecos ásperos de voces, ojos cacao y piel láctea, que cambiaban al converger con el noble sol invernal, donde mis manos sostenían su alma junto a mis tres nuevos placeres."
Sentí
como el borde de mi oreja rodeaba el ártico, porque prácticamente estaba congelada. Lentamente
abría mis ojos, pese a lo que veía no me importaba el dolor de abrirlos
sutilmente con fuerza para encontrarme otra vez con lo que estaba. Y le vi. Con
visión cíclope apreciaba su rostro menguante, mientras yo con un tercio de
percepción opacaba mi campo visual por fundir la mitad de mi rostro contra mi
almohada. Ahí estaba. Durmiendo, encerrando tal vez, el último sueño de su
noche. Entretanto el sol de hielo lograba entrar a la habitación y fumigar su belleza
a la finura de su mentón acabado. No quería retroceder las franjas del lecho
improvisado que nos arropaban. El mantener la cabeza descubierta era suficiente
ya para estar gélido, de todas formas, pareciera que estuviésemos afuera,
porque el frío era exactamente el mismo adentro.
Capas
grisáceas y garzos sustentaban su cuerpo, pliegues y acolchados armonizaban todos
los tonos, de su ropa y el edredón. Mientras perseguía la curvatura de su boca semiabierta
por la ante vigilia, comencé a recordar cómo se movía cuando hablaba, hablaba y
seguía hablando sin parar. Narraba su mundo a una velocidad legible e
incoherente, amarrándose de altas voces para deslumbrarme con sus piruetas y
saltos tan livianos y centrados que, como buen oyente, miraba impresionado
desde abajo. No esperaba perderme entre
su voz sensata y resquicia. Hablar toda la noche, horas y horas, donde el
tiempo huía despavorido por nuestras risas, dejaba exhausto a cualquiera. Por
mi tendencia natural a hablar poco, prevení tal vez que se aburriera, pero me
sacaba recuerdos y parámetros a diestra y siniestra, escarbando en mi mente
mientras su sonrisa cuadrada me arrojaba al suelo, y así hubiese sucedido sino me quedaba sedente sobre
mi cama.
Brazo
a brazo chocábamos como radiales, mientras revisábamos las constelaciones y
misterios del espacio aparente, en el cual ambos habíamos estado sumergidos, para
encontrar sentido y razones a su funcionar. Éramos tan distintos, pero tan
semejantes al mismo tiempo. Cuando estaba en el Polo Norte, yo viajaba a la
Antártica, cuando yo migraba al cielo, estaba en el suelo mirándome. Me perdía
en su pelo rizado, cuando la luz de un sol invernal golpeaba su cara, haciendo
que apretara sus ojos raídos y pequeños por el descanso. Poco a poco se
incorporaba a la madrugada de un novel de agosto. Sonrío con vergüenza entre
dientes e incapaz de hablar, se volteó en bloque para esconder su nariz en mis
ropas, secuestrando el vapor que trataba de respirar.
Sus
ojos esparcidos en cacao, entibiaban la solidez de mi rostro, uniéndose a la
piel láctea que cambiaba su tinte al converger con el primer lince, y
que cada vez que me rosaba con querer, temblaban mis terminaciones centrándose
en mi abdomen. Todos los rasgos que me habían deslumbrado hasta esa noche componían algo raro en mí. Algo que no tenía hasta
el momento, pero que sabía que tendría… todo apuntaba a la calidad de un buen
café. Estar así, era como ir acostados sobre una góndola en los ríos de Venecia,
navegando por la escarchada tropa de aguas en días abrigados por el poderoso
sol. De repente un bullicio leve y pasajero le impulsó a sentarse, se estiró
mientras en mis manos sostenía dos cafés vienés, tibios y aunados a su calidez, a su sensatez y a su frenesí para comenzar el día… o nuestros días juntos.
Comentarios
Publicar un comentario
Sólo escribe lo que sientes, lo que acabas de leer tiene un valor personal e inmensurable ante ojos humanos.