Cieno
Refregaba fuerte la piel de los antebrazos para sacar de ella el barro asqueroso de este encerradero. Había caído nuevamente en el lodo cenagoso de las turbulentas opciones del destino. Cedí de nuevo al infortunio acto de la autocompasión que me arrastró de nuevo a la orilla alquitranada de la frustración y el desvaloro.
Quisiera arrancarme la piel y evitar todo este tiempo perdido en quitar la reseca y espesa capa de carbono sucio que se expande por todo mi cuerpo. Aunque la trama de su profundidad es sedosa, fría y apacible, no me doy cuenta cuando ya lo tengo en la orilla de la garganta, a punto de entrar por los oídos y contaminar lo que no puede ser limpiado. El fango, más cálido y áspero, permite reaccionar al acto, pero el cieno solo te sepulta en un silbido plácido hasta abrasar las heridas que creía curadas.
¿Hundirme o pelear? Después de todo, estoy a punto de respirar el oxígeno limoso, lo que muestra la verdadera decisión: ¿Cuánto tiempo? Solo es una voltereta para que la cabeza se hunda en el lodo febril y dejar de patear las lianas del margen verdoso. Con solo un movimiento, podría apresurar el desenlace y ahorrar más vistas a esta crónica, y ser consumido por el cienoso abismo del cual soy el centro.
El drama aumenta con el segundero golpeando cada latido inerte del pecho; el viento se detiene a mirar cada cierto tanto y el sol desea soplar sobre las manchas del rostro. Pero esta escena no es otra más que el hábito que, cada cierto tiempo, se toma el atrevimiento en medio de la mansedumbre. Tal vez, como otras veces, piense que al salir seré despojado de todo barrial... ¿Y si en realidad el cieno nunca se secó y fue absorbido?
De una bocanada tomé aire y me sumergí hasta que el pantano me sepultó hasta tocar el fondo... Caminé hasta la orilla y, bajo la lluvia, volví a lanzarme.
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