M I L ◦ H O M B R E S

"Zapatos perfectamente lustrados, camisas sutilmente abotonadas y montgomerys oscuros abiertos, eran los afines que parametraban a la tropa de hombres bajo la ley de lo sofisticado y lo varonil alzando un sólo corazón de hombre."


A la agilidad de la marcha, un millar de ojos se redirigían a contemplar la legión de hombres que caminaban empujándose y riéndose de todas las conversaciones paralelas sostenidas por las calles de Chicago. Mientras otros corrían para pelear por osadía y chispa, otros se atrasaban prófugos mirando todo objeto tras las vidrieras de las tiendas intercaladas entre arboles del pavimento. Si el sol era grande y excelso, seguro lloraba de envidia observándonos desde arriba por la confianza incontrolable que todo el grupo irradiaba con cada paso; en un pie teníamos la seguridad y en el otro cargábamos la rudeza que combinadas hacían retumbar las piedrecillas de la acera y todo corazón que se encontrara con nuestra presencia. Sin duda alguna, correspondíamos a los ejemplares de cada persona que se aventuraba a apreciar a la tropa de varones dispuestos desde la arrogancia a la abnegación y del elegante al más relajado. Cada uno podía abalanzarse sobre su propia decena de reojos fugaces y elogios creados a cien por minuto, al tanto que, gran parte de los espectadores planeaban la forma de zafarse de sus manos compañeras para tener la libertad posible de captar nuestra atención.

Mientras el tímido se mantenía en el centro del grupo, el ególatra narciso era el primero codeando con el abrupto osado que, a su vez, chanceaba las risas del sarcástico bromista a crujir de dientes. Si bien nadie podía contarnos, todos traíamos el mismo traje, lo único que nos diferenciaba eran el rostro y la conducta que paradójicamente seguía el mismo ritmo, la misma cadencia que nos llevó a entrar al restaurante de la 4° avenida, para inundar el lugar con acento estrepitoso. Todos pedimos las mismas cosas para comer, escuchábamos las historias de las personas que allí se encontraban mientras recopilábamos cada uno la narración en blanco y negro que hemos escrito siguiendo el orden de los botones en nuestros Montgomerys. Repletamos las mesas mientras otros aun no entraban, por fumar o apreciar la competencia de alturas en los rascacielos; el melancólico revisaba una y otra vez la lista del menú sobre una pared, el creativo plegaba servilletas al mismo tiempo que el pesimista las rayaba para que el infante, el niño que venía con nosotros, lanzara el avión a la mesa donde el intelectual, el analista y el elocuente calculaban el aterrizaje sobre la agenda del precavido. De un grito el atrevido nos mandó a todos afuera para continuar el recorrido hasta que algo nos detuviera a todos, y sin anuncio e imperativo, el vanguardista repartía lentes para batallar contra el sol y detener el desbordaje de tanto magnetismo sofisticado al tope de la gran ciudad.

Caminábamos sin objetivo saludando a todo hombre y mujer que nos otorgaba su mirada por un instante, accediendo a la oportunidad de nuestra elección e intercambiar significados; jugábamos con algunos niños mientras los autos pasaban, fue entonces cuando divisé al romántico empedernido comprando un ramillete de rosas tan grande que el servicial ayudó a cargar, nos amontonamos para repartir entre nosotros las rosas y seguir compitiendo implícitamente hasta llegar a una escalera de servicio dispuesta a un costado del edificio en el callejón memorial. Hasta que el intrépido decidió trepar, ninguno atinó a alentar al valiente para que colgara una a una las rosas de cada uno a esa ventana y enloquecer a la figura tras ella.

Fue entonces cuando comprendí que todos éramos uno, todos intentábamos encantar a la misma persona, todos éramos el mismo individuo que por más que lo intentara, nunca podría desintegrarse de todo lo que es. O me quedaba con el chispeante divertido e intrépido o desechaba al elocuente intelectual relajado para mirar una sola parte del mundo. Veintiún momentos y más de un desastre me demoré en concluir que no puedo ser un solo hombre, porque lo soy todos. Sin querer y darme cuenta, era el ejemplar humano capaz de enamorar a quién sea si realmente lo quería. Puedo presentarte a quién sea y caerías de igual forma, luego vendría uno, y después otro y te enamorarías cada vez más en un ciclo que no terminaría jamás. Por eso te advierto, que si sales conmigo, saldrás con mil hombres a la vez y te amaré con la infinidad de sus mil corazones diferentes. 

Comentarios

Entradas populares


¿Vendrías verdad?