BROOKLYN
"Tres cosas afirmo con 25 años: nunca me siento más seguro de mí mismo que cuando estoy detrás de mi escritorio escribiendo, caminar por la calle es mi ayo natural y que no hay nada más excelso que el cacao en tarro recién abierto. Componentes de este ordinario chico de Brooklyn que no sabe a dónde llegará, pero sí sabe por dónde va."
Brooklyn, Junio 1943.
Una cuarta parte de siglo. Vigésimo quinto cumpleaños. 25 años cayeron
en cuenta un domingo 10 de junio sobre el mismo niño que un quinquenio atrás se
deja cargar la barba, resentido por los veranos opresores al este de américa.
Me levanté temprano para aprovechar el último día de los 24, pedaleé rápido hasta
casa para alcanzar el tranvía de la séptima avenida, a cada giro de rueda, sentí
en mi estómago la extraña sensación de una juventud plena alejándose
repentinamente de una noche a su día. Ladrillos y faroles de hierro eran el
paraje continuo en la revolucionada Gran Manzana, encadené la bicicleta entre
las escalas ferradas y húmedo suelo impuestos en el callejón. Si lo pienso detenidamente, las construcciones
a ambos lados pueden perfectamente cuadriplicar mi proporción, hacen lo suyo a
través de la historia, ¿qué hago a través de los años? No lo había percibido,
pero una de las cosas que más me calma es caminar en medio de la calle, sentir
el pavimento firme y divisar como de sus bordes depende todo el diseño de una
ciudad. Algunas veces, cuando era niño imaginaba que todas las vías estaban
conectadas, permitiéndome llegar a cualquier sitio viajando a velocidad
biónica; cerraba mis ojos para transportarme a cada rincón del mundo conocido,
pero claro, como era niño, no llegaba muy lejos, no conocía nada, hasta ahora.
Me peiné rápido frente al espejillo del recibidor, eché dos cucharadas de cocoa en la taza y quemándome sin grito vertí el agua de la caldera hasta mi escritorio. Todo estaba tan quieto en el rincón de la mecedora que mientras miraba por la ventana enrollé mi bufanda y ahorcándome con el sonido del reloj, me escabullí en el ruido de las gradas; repleto de autos, buses y gritos propagandistas, invadido por un ejército de neoyorkinos transitando la pequeña Odesa y haciendo de sus pasos la fuerza mecánica que mueve la ciudad. Miré de lado a lado, y de un paso me adentré a la multitud que se rearmaba con cada orden de los semáforos en las esquinas de Brooklyn. La ciudad que nunca duerme acogía al popular barrio que dio a luz al principal abanderado de su consigna: Capitán América.
Me peiné rápido frente al espejillo del recibidor, eché dos cucharadas de cocoa en la taza y quemándome sin grito vertí el agua de la caldera hasta mi escritorio. Todo estaba tan quieto en el rincón de la mecedora que mientras miraba por la ventana enrollé mi bufanda y ahorcándome con el sonido del reloj, me escabullí en el ruido de las gradas; repleto de autos, buses y gritos propagandistas, invadido por un ejército de neoyorkinos transitando la pequeña Odesa y haciendo de sus pasos la fuerza mecánica que mueve la ciudad. Miré de lado a lado, y de un paso me adentré a la multitud que se rearmaba con cada orden de los semáforos en las esquinas de Brooklyn. La ciudad que nunca duerme acogía al popular barrio que dio a luz al principal abanderado de su consigna: Capitán América.
Como fidedigno descendiente irlandés giré por la izquierda y corrí en
medio de la calzada para abordar el tren callejero, me saqué la boina y de
largas zancadas perseguí al desterrado conductor; taxis y carros pasaban
finamente alineados para interponerse en mi cruzada, pero prevalecí, con un aguijón
en el corazón pagué el boleto y me senté en el último puesto junto a la
ventana. Cuál habrá sido mi impresión que sin darme cuenta cargué mi cara
contra el vidrio y estiré mis piernas abarcando dos espacios, me concentré en el
ilustre contenido de mi bolsillo y sobre un arrugado papel de donuts imité la
grafía del célebre periódico “The Duty” del cual era el iniciante asistente de
redacción, hasta que partes con chocolate atoraron la punta del bolígrafo.
Mañana libre rondando el puente Brooklyn me ha hecho pensar en varios
eventos, de los cuales, tres cosas afirmo con 25 años: nunca me siento más
seguro de mí mismo que cuando estoy detrás de mi escritorio escribiendo,
caminar por la calle es mi ayo natural y que no hay nada más sabroso que el
cacao en tarro recién abierto. Sabemos el pasado que nos formó y el presente
que podemos manejar, y es extraño, porque este domingo, meditaba en que tal
vez, tomamos nuestras decisiones como sí ya supiéramos el futuro, es decir, nos
percatamos de cómo llegamos hasta aquí sea lo mejor o lo peor, pero como seres
humanos, tenemos el grato ciclo de reformular el sol sobre la tormenta, ser más
fuertes después de la batalla y reír al porvenir porque tenemos algo llamado
esperanza. Nunca imaginé estar viviendo una aventura como ésta, ni viajar para
encontrar motivos que me impulsen a seguir llenando folias. Después de todo,
soy un chico de Brooklyn: no sé a dónde llegaré, pero sí sé por dónde voy.
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