Vísperas
"Coronado sobre mi pecho, sería la reliquia que vigilará el renacer de un corazón lacerado a punto de convertirse en el grabado más genuino e imperecedero hasta la próxima Navidad."
1886
Debía tener las grietas de madera marcadas
en mi sien por quedarme dormido en el dintel de la puerta. El balanceo del
carruaje era el culpable de la tibieza en mí soñar, mientras mi familia mantenía
su atención conversacional en la velada, esperaba no ser el inconveniente que
arruinara todo otra vez. Con cada aliento desprendido de sus voces, se apegaban
quietos al vidrio que nos separaba del frío escuálido digno de la fecha. – ¡Señor!
– gritó el primer portero de la entrada para saludar a mi padre tras la
ventanilla, mientras otros asistían el descenso de los pasajeros en carruajes antecesores.
Bajé para esperar a mis padres sobre el manto blanco y frío de mi estrado. Pero
todo en un minuto se detuvo cuando divisé las inmensas coronas de pino fresco relucientes
sobre las puertas por pequeñas velas encendidas sobre el encintado rojo en su
ápice y el trio de campanas en el marco superior anunciaba brillantes a cada
persona preparada para la gran cena de esta noche. Cuando me volteé para
reanudar mi marcha, me di cuenta que ya mi familia saludaba a las primeras
personas junto al par de ángeles tallados en la extensión de la recepción. No faltaba
más, cuando paso a paso, las voces excelsas de un coro, se volvían más intensas
a medida que me acercaba, más y más brillante se tornaba todo cuando las
personas arribaban al gran salón. Todos bailaban en pasillo dispuestos en trenzados
y giros livianos, extrañamente todo rostro esbozaba sonrisas tan fuertes y
espontaneas que me vi obligado a continuar con la cordialidad, no impuesta por
supuesto, sino natural, como era por fin.
Saludaba a todas las personas que veía a mi
paso, llegar al gran árbol navideño iba a ser toda una travesía, y al mismo
tiempo en el que me ofrecían una copa, una dama de vestido servicial clavaba un
ramo de muérdago en el bolsillo sobre mi pecho. Creí saber que nada de lo que
hoy sucediera podría estropear unas horas tan anheladas de paz, lejos de
desconcierto al cual estaba sometido el último tiempo. Cuán increíble música alentaba
jubilosa a unirse al baile central, mientras otros preferían sentarse junto a los
ventanales apreciando la melodía orquestal de Nochebuena, como yo. De un
aplauso, el anfitrión silenció el baile y logró que todos los distinguidos de
la ciudad se allegaran alrededor de las grandes mesas dispuestas en U siguiendo
las tres paredes del menester. La servidumbre totalmente ágil señalaba cordial
los puestos que inscribían nuestros nombres en sus servilleteros. Gustosamente
accedí a enfrentarme al centenar de cubiertos plateados limitantes del ancho porcelanito
blanco dorado que sería mi plato oligárquico. Servían y sacaban ensaladeras,
vasos y copas mientras las sonrisas se reflejaban en la inmensidad de
superficies finas, que prácticamente era todo lo que nos rodeaba.
Nevada la cúpula sobre nosotros, se
apreciaban mejor los grabados y pintura vítrea en la genialidad celestial que
construía el tope del gran árbol rodeado de un millar de obsequios, presentes y
regalos custodiados por cascanueces. Estaba todo literal y corpóreamente exquisito,
las salsas y pastas eran llenadores y verdaderos indicios de una festividad
honorífica. El gran reloj perseguía los escasos minutos para la medianoche, el
punto exacto en el que los guardianes del gran pino comenzarían a lanzar y
entregar todos los paquetes depositados a ras de una enredadera natural. Quedé
observando la cristalería del árbol, todas las piezas eran cuidadosamente
puestas en sus ramas y pulidas para la ocasión. Me acerqué tanto como pude para
alcanzar un clarinete tallado y platinado, en una de las ramas, cuando el ganchillo
del muérdago me clavó justo para que mis manos tropezaran con un paquete en
manos de un cascanueces. Una caja cuadrada, envuelta en lino azul y sellada por
una cinta plateada: el sello de mis padres. No pensé recibir nada, pero otra
vez me era demostrado que el amor no se pierde en un momento, no se destruye
con el golpe de una palabra ni se arruina por lo inevitable. Mi conclusión no
se debía a este objeto y su valor, sino por el gesto. El presente. Desanudé el
encintado y quité la tapa ocultadora. Y en su lugar deslumbró un reloj de
bolsillo con hechura de plata y gradado con uno de mis escritos. Pero nada
resaltaba más que el serado corazón en su contratapa, un ejemplar con 365
ángulos diaminizados. Me acababan de regalar un nuevo corazón, con 365 nuevas oportunidades
para renovar el que ya tengo. Corondo sobre mi pecho, sería la reliquia que
vigilará el renacer de un corazón lacerado a punto de convertirse en el grabado
más genuino e imperecedero hasta la próxima Navidad.
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