"La Cumbre Moro"

"El acostarme sobre su pradera musga y cafeteada, es el mejor momento de estos días cuando la incógnita renace, porque siento que siempre está ahí esperándome, expectante a escuchar mi día y mecerme cuando nadie puede y quiere hacerlo, esta es mi cumbre moro, el lugar que me salva del misterio."


Debajo del piso, dónde el medio es el grito y la técnica la interrupción de los libretos. Hoy, son esas veces en las que calculamos mal el día al levantarnos. Piensas que al abrir las ventanas al ánimo muy temprano el día será increíble, hasta que aparecen variados personajes en la escena. Ayer me dormí contento porque logré vencer, vencí lo que hace meses no podía bifurcar y descansé sobre esa almohada como si nada hubiese de pasar en las horas nocturnas.


Desperté temprano, sin miedo a nada, confiado en que todo resultaría según lo imaginado, pero me equivoqué. No tendrá sentido narrar en este momento tan grato lo que pasó en cosas de minutos. Sólo contaré la magia de este monte y cuán vehemente logré el propósito de hoy; Tomé el chaleco beige con verde musgo y descendí sigiloso a la rivera, en la mochila llevaba la masa, la soga y la varilla para cazar a mi nueva amiga. Entre ramas y musgos empujaba todos los obstáculos, hasta que llegué al borde del río. Me agaché junto al barro de sus orillas y conté las huellas posibles a lo largo de ella. En completo silencio preparé la guarida que capturaría al ejemplar que hace tiempo me esperaba nadando en su territorio. Ingresé a las aguas para adentrarme en el misterio y la ansiedad de lo inesperado, incógnitamente mi sensación favorita. Apenas la varilla se movía tiraba la soga, cien intentos al vacío que resultaron en la última. De pronto el animal salpicaba en el agua y saltaba a la superficie para tomar aire, le tomé de su espalda y vacié en ella la masa para sanarle. Fue así como esta mañana casi al medio día atrapé a una nutria del río, una de mis nuevos amigos. Amarré en una de sus patas el distintivo y le investí con un nombre para que sobresaliera de toda la manada, era especial, tenía otro toque mágico, al igual que mis otros animales, su misión sería supervisar, contar y nadar con mis mensajes donde las alas y los pasos no puedan anclar.


Dejé a la Nutria parada sobre una roca secándose a la luz del sol, arqueaba su cabeza en son de despedida (quiero creer) y reanudé mi retorno a la cumbre moro. Siempre que su cúspide se asoma por el camino, un sabor agridulce aparece en mi boca, mi mandíbula se tensa y mis pensamientos se esconden entre los lóbulos de mi cerebro. Los pocos momentos felices que puedo tener son absorbidos a penas cruzo el umbral de la puerta principal, es como si todos los ojos y las palabras apuntaran a decirme algo para poco a poco deshacerme de la emoción que no puede imperar entre estas paredes. Mi eterna pregunta es y será la misma ¿Por qué?, por qué todo tiene que ser así, tan veloz y desprevenido, severo y potente. La casa se hace grande cuando después del ‘diálogo’ todos nos repartimos en las habitaciones de la guarida que llamamos hogar. Todos los días no son iguales, hay jornadas muy buenas, y otras muy obscuras, pero al final de las horas llega la calma hasta la próxima interrupción. Mientras eso sucede, acostumbro escalar la cumbre hasta su cima, donde contemplo el firmamento tan extenso y fantástico que me transporta a cualquier lugar del planeta con sólo pedírselo. El acostarme sobre su pradera musga y cafeteada, es el mejor momento de estos días cuando la incógnita renace, porque siento que siempre está ahí esperándome, expectante a escuchar mi día y mecerme cuando nadie puede y quiere hacerlo. Cuando la noche avanza debo volver y dormir en mi cama, a una de verdad digo, para recibir nuevamente el próximo ayer. Es cuando uno de mis padres aparece y me vuelve a preguntar, ¿Qué hacías en el techo? Y honestamente contesto: “pensar y relajándome, contándole a las estrellas mi día.” Y todos quedamos con las cuentas saldadas. Esta es mi cumbre moro, mi propio techo, el lugar que me salva del misterio.

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