A B N E G A C I Ó N

"Solía pensar en mis cartas y los rostros que dentro se narraban. Un complejo historial de ayuda sin sentido recíproco y totalmente alejado de la vanidad. Sin nombre y reconocimiento, se quedaba el desgaste de pie, sólo por un acto; el mismo que atentaba generosamente contra mí mismo."


Las yemas de mis dedos quedaban marcadas con los rieles lineales a medida que corría a la terminación de su cabello. Acaricié su pabellón auricular por las quemaduras del abandono y del sol. Sujeté su nuca para que pudiera beber del vaso térmico, contenedor de sorbos vigorosos que le permitirían conservar el calor dentro de sí. Sabía muy bien, que la distancia entre ambos se suscitaba bajo su razón de no incomodarme, evitando que sintiera el olor proveniente de sus ropas, aunque no era útil para desactivar la obra que llevaba a cabo. Saqué de mi termo una cucharada de sopa con algunas verduras frescas del campo de cordialidad (la facción que probablemente escoja), para que degustara el sabor de su almuerzo y consintiera a recibir su primera comida del día. Batí mis pies polvorientos a pocos pasos mientras sacudía unas mantas polvorientas para cubrir a una anciana durmiendo inquieta sobre la acera.

Intercaladas cada cierto puesto, las vestiduras grises y blancas resaltaban el panorama que gran parte de la sociedad rechazaba a espaldas de la crueldad. Avanzaban pasos débiles y arrastrados, uniéndose cada vez más al centro de la calle, el sol aún era mañanero y nuestra responsabilidad no acababa, algunos se resistían a despedirse de aquellos sin hogar y demoraban su cadencia. Crucé mi termo a través de mi torso y avancé lento impulsado por la sonrisa débil rebosante de gratitud en un rostro seco y partido, pero iluminado por ojos vidriados más radiantes que los cristales en las alturas.

Apuré el ritmo a la cuadra común, mientras ayudaba a una mujer con bastón a llevar sus bolsas, entramos al pabellón donde llegábamos al registro de todas las personas carenciadas y asistenciadas por la facción. Pedí a uno de los registradores la caja con mi código, allí mil hojas contables, donde debíamos buscar los nombres y escribir la bitácora de cómo, cuándo y por qué aquella persona recibía nuestra ayuda. Aunque la última respuesta era obvia, más que el instinto natural, debíamos explicitar al motivo técnico; salud, alimento, vestimenta, techo o simplemente compañía. Nunca me di cuenta pero siempre me pasaba una hoja extra a diferencia de los demás. Salí por la puerta giratoria hasta la calle y recogí un par de papeles para la basura. Sin preámbulo guardé silencio mientras corregía la formación inteligente de cajas sobre una camioneta, de un salto al servicio continué creyendo en que mi aporte, no era el correcto, pero si el necesario. No dotaba por mi gran fuerza, pero algo es algo.

Caminé con un grupo de amigos a la ladera donde se disponían las casas blancas y perfectamente cuadradas. Saludé a todo el mundo mientras tropezaba el ripio hasta que entré a mi casa y subí de cara a mi escritorio. Saqué el papeleo de mi faltriquera y encendí la tenue luz móvil sobre la escalada de la ventana y comencé a escribir letra a letra el momento compreso en mi mente, gritado por las cuatro esquinas del papel, detallaba la finura del tacto y la programación motriz que alejaban la caridad de un acto totalmente natural. Plegué la hoja  y la uní a la torre de cartas anudadas por cordeles de lino. Las reliquias de mayor valor en el mundo conocido. La nostalgia me invadió, el orden mental de conclusiones en mi cabeza se desarmó por el único pensamiento que aparece sin ser invitado, por la razón inexistente a tanto silencio de estas manos dispuestas a la entrega a todos los demás. La generosidad se desborda por mis manos, la piedad inunda mis ojos y no había acto individualista en mi actuar. Pero sin benevolencia y compasión alguna, el único acto egoísta lo atento contra mí mismo.
  

No importa lo que cueste. Todos somos llamados a alcanzar el alto propósito de la Abnegación en nuestras vidas.    

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