Sangre Blanca

"Si los desganados y heridos se desangran en pleno campo de batalla manchando la tierra de brillante escarlata, sostengo y grito por los tenaces discretos que en continua lucha jaspean la tierra con su célico crúor."


Últimamente he escuchado desde el otro lado del mesón los conflictos personales que como jóvenes debemos enfrentar en algún punto eminente de la vida, me he vuelto testigo de guerras muy complejas y hasta incompresibles para mí, porque llegan a ser tan profundas e íntimas para quien las abre que me frustra no poder hacer más, porque siempre hay un límite que debo vigilar… me encantaría poder diseñar el heroísmo que precisan para superarse, apagar el dolor, huir del pasado, formular un porvenir que a ciertos ratos se cierra, aunque nunca totalmente. Lo que más me entristece es el convencimiento que me ha embaucado hace unas semanas: no todos nacimos para pelear hasta vencer. Parece tuerta, pero es la idea que me han generado aquellos muchachos que no han tocado el fondo del cual puedan impulsarse para salir, lo más alicaído es que existan criaturas que ni siquiera intenten lograrlo, no desean avanzar o superarse, incluso pensé que un tipo de lastre no existía, pero me he dado cuenta desafortunadamente de su presencia como cual lepra, impidiendo la sanidad y la pureza de aquellos que aún pueden descubrir de lo que son capaces.

Perdón pido por ser en mi forma narciso, de comparar mis guerras con las de otros y así medir la resistencia, comparar las batallas de mi madre con los demás, porque si hay alguien resistente y aprueba de las maldiciones en esta tierra, es la mujer que me dio la vida. Ahora que lo pienso detenidamente, lo hago inconsciente para valorar aún más la fortaleza que emana de ella, la que crea al ponerse al sol preparándose para un nuevo mañana. Ojalá lograra que mi cuerpo recordara en sus primeros días el calor contenido entre sus brazos mientras me miraba sonriente, abriendo mis dedos para apreciar su corto largor, e imaginando mi capacidad inherente para tocar piano a medida que creciera. ¡Qué clase de proeza la de nunca rendirse! ¡Cómo recuerdo ese momento en el que me jalaba del brazo para decirme: “así como yo nunca me he rendido tú tampoco, porque tienes mi sangre, mi hijo no puede ser menos”!

Nunca ha sido necesario compartir nuestras batallas, porque las observamos desde nuestro sitio, creo que en el fondo las conocemos o tratamos de imaginarlas para apoyarnos en lo que no podemos decir. Sentimientos y pensamientos tan bien elaborados que nos acurrucan para enhebrar al borde de la locura; un juicio tan fino e indestructible.

Antiguamente se creía que los nobles y el clérigo tenían la ‘sangre azul’, dada su piel pálida con el efecto de la luz sobre las venas, por lo que tradicionalmente se les apodaba, y que entre más rojo y denso el flujo, era proporcional a la valentía del guerrero. Obviamente todos tenemos pleamares diferentes y del mismo color, pero me atrevo a decir que la sangre de mi madre es blanca, porque los glóbulos de oxígeno no transportan el nutriente, sino; pura defensa, entereza y brío. Los de sangre nívea si existimos, lo suficientemente sensibles para rodear a otros y lo sumamente fuertes para seguir sosteniéndonos en medio de nuestra propia guerra.

Si los desganados y heridos se desangran en pleno campo de batalla manchando la tierra de brillante escarlata, sostengo y grito por los tenaces discretos que en continua lucha jaspean la tierra con su célico crúor. Vean este campo florecido en medio de la adversidad.

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