"Las Perseidas del Sicómoro"

"Envié a mi cardenal favorito con el mensaje de la promesa. Eran las tierras donde se sustentaba nuestra Fe y por ello, nada iba a fallar. De lo inesperado apareció, de lo increíble se vistió y de fraternidad quedó. Sólo vi a mi mensajero unirse a las perseidas del firmamento, confiado en que nunca me fallarían."

Para variar me hallaba esparciendo la dirección del albero a todos los puntos menguantes de la tierra. Llevaba silicio bajo los pies, mientras las arenas giraban retrógradas ante las expectativas de quien esperaba. Estábamos citados bajo el flamante sicómoro, antorcha en la plenitud del desierto. El horizonte levantaba sus aloques y los cielos su índigo hasta difuminar sus tintes con brillantes preseas repartidas a lo largo y ancho del nocturno. Calculé la hora por la sombra de una roca junto a mí y divisé a la distancia una bella figura. Supuse que venía al encanto de compartir la sombra vespertina, pero algo más traía entre manos, metafórica y literalmente. Por la agilidad de sus pasos y esbozada sonrisa, imaginé sus intenciones en forma de tiza, deliberé mil ideas entre el regocijo de su compañía y la exonerable comprensión de sus palabras. Estaba tranquilo, pero no estaba feliz y en su intuición, lo sabía.

De sus margaritas crecían bellas sonrisas que florecían su rostro en tonos jaspes. Totalmente decidida, jaló parte del firmamento noctívago y tomando parte de él, ciñó de real impresión un objeto resplandeciente en sus manos, una vez que anudó con sogas de almendra, ocultó su presente detrás de su fineza. —¡Hola! —Hola. — contesté sonriente ante su voz apropiadamente aguda como cada vez que nos reuníamos. Le abracé por tenerla otra vez a mi lado para compartir el hilo de nuestras vidas y ver como el mundo seguía girando, no estando nosotros en su marcha. Sin más preámbulos, extendió de sus manos aquel paquete protegido. No acostumbrada apreciar la noche, no sabía cómo desatar los nudos que se avecinaban por el mismo crepúsculo. Me imaginé una especie de código, pero era todo más simple de lo que creía, sólo había que ver el lado bueno de las cosas para hacer que la luz crezca en la oscuridad. Finalmente era desenvuelto un artefacto semejante a una estrella, un cofre tal y cual digno de emperadores. Era una caja tallada en bronce con tres ondulaciones horizontales que irradiaban sus cuatro caras. Su tapa invaluable señalaba una previa y remota presencia de piezas que ya no se hallaban junto a ella. Su base pertenecía sorprendentemente a los nudos y vastillas de un sicómoro, pero su madera se apreciaba rendida a los rastros del tiempo. Por una extraña razón, corrían permanentes y misteriosos, pequeños rayos que migraban de vértice a vértice y de lado a lado con un toque aromático a humo de anís.

Sin darme cuenta el cielo se tintó lóbrego explicando las infinidades de estrellas que se desplegaban sobre el pergamino después de la tierra. La caja no tenía cerrojo, candado ni manillas. Al parecer, sólo se debía abrir de la forma más simple y cabal del planeta. La curiosidad me ganaba, antes de intentar abrirla, miré sus ojos centellantes, y como siempre, su natural e iluminada sonrisa me ordenaban –sutilmente– que era el momento de abrirla. Fue así como sucedió… Con tan sólo levantar la tapa, mil astros de infinitos colores, destellos y carrieles de constelaciones, tantas maravillas salían disparadas de la caja que ni siquiera podía verlas con detalle igualando a la magnificencia de un gran géiser. Se dispersaban desde la pieza de bronce al universo entero. En cada momento, todas y cada una de las figuras se reflejaban sobre la arena, creando patrones inverosímiles que mediante ascendían al cielo, sus reflejos huían a todos los horizontes que nos rodeaban. No sé lo que era, pero inmediatamente comprendí su motivo. Al fondo de la caja se encontraba un cardenal, un pequeño amigo símbolo de ímpetu y de humildad. En su plumaje llevaba grabado el mensaje que sólo yo entendía detrás del enigma. Saltó en mi hombro y me explico cuál era su misión, había sido investido por la amistad en su más pura expresión para protegerme del planeta entero, incluso de mí mismo. Y cada vez que viera las cosas cayéndose o incendiándose, sería el encargado de migrar al cielo y cantar a las estrellas encenderse. Creí que el sicómoro había perfumado el ambiente, pero no era un olor, era la plenitud del aire, aquella blanca amistad que emanaba de sus brazos rodeándome en un abrazo fraterno y tan limpio como el carácter del Sol de Justicia.

No se movía, ni sus palabras susurraron en mi oído, pero no era necesario para leer lo que sentía. “Amigo, cuando veas la noche más obscura, recuerda ver los destellos que reclaman tu felicidad, y si no las ves, yo te prestaré mi telescopio y si fuera necesario, las dibujaría enviadas para iluminarte.” Palabras que te digo hoy a ti también.

A mi querida amiga, Nicole Almendrada quién siempre me levanta con sus dibujos en horas desesperadas. 

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