Ignífugo
Solo es cosa de lanzarlo al abismo del mar, y esperar que las olas lo destrocen contra las rocas. La sangre escurría caliente entre los arcos de mis manos, y se enfriaba a medida que recorría mi índice, apuntando al centro de la tierra. Cada gota de hierro rojizo decantaba sonante en la superficie; armaba una sinfonía entre la caída y el débil latido que se rehusaba a abandonar las paredes de sus ventrículos. El pectoral se sentía extrañamente ligero, vacío pero sin apremio, una sensación que nunca antes había experimentado; los pulmones tenían más espacio para expandirse. Pareciera que las emociones y el torbellino de los pensamientos se habían esfumado en el momento exacto en que había ocurrido la extracción desde el núcleo pleural. Podría apretarlo con todas mis fuerzas hasta molerlo, servirlo y darlo a las bestias del campo para que coman la funda de su grosor; o dejarlo en el ápice del árbol más alto, para que un rayo lo haga estallar en mil pedazos. Escalar las montañas y llegar ...